1. Más azúcar


    Fecha: 14/05/2024, Categorías: Erotismo y Amor Autor: Havelass, Fuente: CuentoRelatos

    No es que yo sea un semental; de hecho, no lo soy: no tengo edad para eso. Ya en mi madurez, si de algo presumo, es de tener sólo una bala en mi revolver, eso sí, una certera bala: nunca falla. Pero aquel día, en fin..., tuve un buen día. Siempre me levanto más allá de las once de la mañana. Me ducho, desayuno, reviso las poesías que escribí de madrugada..., sí, soy poeta. A lo que iba; aquel día de otoño me sentía pletórico, dispuesto a darlo todo de mí. Quizá fue el exceso de azúcar que consumí: una tarta de manzana, un tocino de cielo, un tiramisú y las cinco cucharadas que añado al café. A eso de las doce, mediodía, me telefoneó Cristina, una mujer que había conocido durante una exposición de mi amigo Peláez, el pintor. Hablamos en esa ocasión de arte, y salieron a colación mis poesías. Se mostró muy interesada; también sé que le agradé, y ya sabía de antemano, por mi amigo Peláez, que era una alegre viuda. Así que, como, entre otras cosas, es decir, algunas frases que revelaban su carencia, y por tanto necesidad de polla, me dijo su dirección, bajé a la calle, tomé un autobús y me dirigí a su casa.
    
    Toqué al timbre de Cristina. Habíamos quedado para hablar: ella quería saber más acerca de escribir poesías y, yo debía aconsejarla. No sé qué consejos podría darle: en definitiva, la lírica se caracteriza por la libertad que otorga al creador. En fin, supuse que era una excusa, como cualquier otra, para estar a solas conmigo. Por descontado, a mí Cristina me gustaba ...
    ... mucho, por eso no dudé en aceptar su invitación. Cristina era una mujer madura, ya en la cincuentena, sin embargo conservaba una bonita figura, y, desde luego, sus perfectas tetas, su apretado culo eran toda una tentación.
    
    Cristina abrió la puerta: "Hola, Carlos", me saludó, "entra, entra". Entré. La casa de Cristina era grande y elegante, se notaba que gozaba de un buen nivel de vida; no como yo: poeta bohemio. "Hola, Cristina", dije, y le planté un beso en los labios. "Ay, qué haces, atrevido", Cristina rio. Fuimos a un saloncito, sencillo, donde había un sofá chaise longue, una tele, y una estantería con libros. "Espérame aquí, me pondré cómoda", me pidió Cristina. Me había recibido vestida con un pantalón vaquero y una blusa, seguramente lo que usaría en su oficina, aunque calzaba chanclas playeras. Me senté en el sofá. Encendí un cigarrillo: entendí que ahí se fumaba a ver en un anaquel un cenicero con colillas.
    
    A los pocos minutos, Cristina volvió vestida con un estampado kimono playero semitransparente, que iba cerrado con un nudo a la altura de su ombligo. ¿Llevaba ropa interior? Las braguitas. Cristina se sentó a mi lado. Me preguntó por las décimas, mi especialidad. Yo hablé, hablé. Ella oyó, oyó. Hasta que, en fin, me harté de hablar y metí una mano por el escote de su kimono y le agarré una teta. "Carlos", dijo ella antes de sujetarme la cabeza por la nuca y abrazarse a mí. La besé. Mordí sus labios. Acaricié su lengua con mi lengua. Ella respiraba fuerte, ...
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