Probando frutas maduras y ajenas (1)
Fecha: 30/08/2025,
Categorías:
Sexo con Maduras
Autor: Ber, Fuente: CuentoRelatos
Inicié mi trabajo docente muy joven, me asignaron pocas horas de asignatura y, por ello también tenía otro trabajo en una oficina gubernamental. Así, a mis 23 años, en la mañana era burócrata y en la tarde asistía a dar mis clases.
En la oficina, yo estaba bajo las órdenes de la ingeniera Goya, jefa de departamento de 30 años, quien tenía una subjefa llamada Carmen, de 37 años. Chela, la secretaria, tenía 35 años. Todas ellas casadas y con hijos. En ese departamento también había otros dos compañeros, pocos años mayores que yo. Resumiendo: éramos tres hombres, todos menores que las tres mujeres y yo era el menor de todos.
Sin embargo, aunque mis dos compañeros eran pasantes a punto de titularse y mi jefa tenía título, todos me trataban con mucha benevolencia por ser un profesor y no por ser el menor, además del respeto que me otorgaban por mi actividad secundaria, poco a poco me fui ganando la estimación y confianza de todos.
También, al ser las únicas mujeres de la oficina, poco a poco me fui interesando en ellas como mujeres pues estaban de muy buen ver, se antojaban para tocar y más. Ellas, por su parte, se mostraban hacia mí con coquetería en los primeros días, pero luego fueron más directas en lo que me mostraban cuando me llevaban documentos a mi escritorio y se agachaban para darme indicaciones sobre el contenido. En verdad me embobaba viendo en el escote la línea de las tetas y, a veces, cuando llevaban blusa y brasier ligero blancos me hipnotizaba viendo ...
... cómo se les marcaban los pezones de aureolas morenas.
La mejor era mi jefa, quien un día me llamó a su escritorio.
–Quiero que me digas la verdad. ¿Qué tanto me ves al pecho? Me parece que tu mirada me penetra…–me dijo sin ambages.
–Espero que no se moleste con mi franqueza. Sus pezones se translucen como dos soles morenos. Dos hermosos pendientes encumbrando su monumental atractivo –expliqué y continué al ver que se sonrojó, al tiempo que apareció su sonrisa mostrando una bella dentadura– Confieso que me agrada su hermosura y que cada vez que la veo imagino un verso que luego escribo. Procuro no mostrar mis deseos, pero, si eso le molesta, le prometo que seré más discreto cuando esté frente a usted.
–Sí, me gustaría que, cuando haya alguien más mirándonos, no te fijes en mis “pendientes” –señaló redoblando su sonrisa–. Gracias por tu sinceridad –expresó a manera de despedida, pero al levantarme para ir a mi escritorio, remató con una orden–: quiero que mañana me muestres los versos que has escrito.
–De acuerdo, los traeré, pero quizá le resulten ofensivos –acaté, mostrando un ademán de desconfianza por el uso que pudiera darle.
–¡Achis! ¿Tan grave es el asunto? –expresó con una leve sonrisa.
–No hay ninguna mala palabra en ellos, pero sí dejan claro mis deseos… –dije mirándola a los ojos y esbocé una sonrisa que trató de ser seductora y otra vez su cara se puso roja al sonreírme.
Al día siguiente le llevé una impresión de un pequeño poema que tuve que ...