1. El pene de papá


    Fecha: 08/09/2019, Categorías: Incesto Autor: mr.tetrapack, Fuente: SexoSinTabues

    Siempre he tenido una obsesión especial por el pene de mi padre. Incluso de muy pequeña, con una lascivia impropia de mis recién cumplidos siete años, yo lo espiaba ya. Me sentaba en la escalera de la azotea --unos peldaños de granito áspero que pasaban junto a la ventana de su dormitorio-- y levantaba con cuidado el borde de la persiana para ver a mi padre desnudo mientras dormía la siesta. Una vez, mi madre, que descansaba a su lado, se dio cuenta de mi acción y me hizo gestos desde la cama para que me fuese. Yo la obedecí, por supuesto, y a eso de las siete de la tarde, nada más despertarse, recibí de sus labios una comprensiva bronca que acaté sin levantar la cabeza. Por supuesto, ella ya no volvió a sorprenderme nunca más entregada a la contemplación de su marido desnudo, pues yo me cuidé a partir de entonces de no hacerlo hasta que ella no se hubiese levantado y salido a sus recados. Sin embargo, después de aquella primera regañina inicial, mi madre y yo tuvimos la certeza de que entre ambas se había establecido un vínculo nuevo que probablemente no compartían las madres y las hijas del resto de la ciudad: las dos nos dedicábamos por entero, vivíamos y habíamos sido fascinados por aquel gigantesco pedazo de carne que mi padre extendía para nuestro solaz en las cálidas siestas del verano. Pues, en efecto, el pene de mi padre me parecía entonces un regalo que se me daba por ser capaz de superar tan brillantemente los exámenes finales de fin de curso, y su contemplación ...
    ... --que se iniciaba en la siesta del día de San Juan-- duraba como una agonía interminable hasta mediados de septiembre. La fecha del fin era inamovible. Cada otoño, para evitar el frío, mi padre volvía a dejarse otra vez aquella barba de anarquista que era el horror de mis abuelas, y para la siesta comenzaba a cubrirse con un pantalón corto en el que mi madre le había bordado con amor sus iniciales justo casi al borde de la cadera izquierda, donde ella y yo sabíamos que cargaba aparatosamente la punta de nuestro gigantesco patrimonio común. Durante todo el invierno mi padre dormía de esa guisa y, al menos en las tardes que mis obligaciones escolares me permitían contemplarlo, seguía destapado como en el principio de curso. Siempre pensé que había algo extraño en ello. No sé si por una profunda comprensión del deseo de su hija, o simplemente para satisfacer su propia lascivia, mi madre abría al máximo la calefacción del dormitorio en las siestas del invierno y, por tanto, mi padre, nada más caer en el sueño iba despojándose con progresiva incomodidad de la colcha y de las mantas peludas hasta que aquella penumbra de vapor le llenaba el cuerpo de innumerables perlitas de sudor. Mientras le contemplaba en medio del frío, en el lado invernal de la escalera, entre las luces plomizas de Diciembre, aquellas gotas constituían la más preciada protección contra el mal tiempo que yo, la más tierna y excitada de sus benjaminas, sufría en el patio, durante las inacabables horas de su sueño. ...
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