1. Noche de bodas


    Fecha: 31/01/2018, Categorías: Infidelidad Autor: Anónimo, Fuente: RelatosEróticos

    La primera vez que fui sodomizada, fue en mi noche de bodas. Bueno, a ver, yo puritana nunca he sido. En la Facultad hasta tuve cierta fama de putita, ya sabéis cómo son los chicos para esas cosas, pero el caso es que por ahí no me había dado nunca. Aunque hubo un par de ocasiones en que faltó poco, nunca me decidí a consentirlo.
    
    Un zorrón tampoco era, no nos vamos a engañar. Tuve mis cosas, me lo hice con unos cuantos chicos, y, aunque es verdad que alguna noche, cuando el alcohol o los petas animaban el ambiente, me lo monté con alguno sin preocuparme por cuanta gente miraba, me fui a la cama con dos, o me enzarcé en algún toqueteo ardiente con alguna otra chica ante el entusiasmo de los asistentes.
    
    Nada serio en realidad. Eran los 80, era Madrid, y esas cosas se hacían. Vivíamos en una carrera por ver quien era más excéntrico. Nuestros padres, que habían vivido en una especie de cuartel gigantesco, tenían dificultades para comprender aquel frenesí entre pijo y libertino, y ello nos animaba a perseverar. En cierto modo, viniendo de donde veníamos, cualquier cosa que hiciéramos parecía un logro social, una especie de revolucioncita, no sé si me explico.
    
    En cualquier caso, ni me tenía por un zorrón, ni tenía previsto serlo. Más bien aspiraba a una vida burguesa, quizás a mantener una estética que, por entonces, llamábamos “moderna”, y a ganar dinero y acabar teniendo una familia que, eso sí, no sería como la de mis padres, ya me entendéis.
    
    Por eso estudié Derecho, ...
    ... por eso hice que papá me buscara un enchufe para entrar a trabajar en un bufete de prestigio, donde me ha ido bastante bien, y por eso acabé casándome con Carmelo, que era, como yo, una promesa del derecho financiero, de muy buena familia y muy buenas relaciones, y un aire de “chico mal de familia bien” que, como todo en aquella época, salvo la heroína, no era más que una pose forzada, ese afán por epatar que nos consumía.
    
    Así que empezamos un largo noviazgo, de casi cinco años, durante los cuales fuimos consolidando nuestras carreras, pagando el piso en Chamberí con la inestimable ayuda de las herencias, ni impresionantes ni desdeñables, que iban cayendo en un goteo continuo de hijos únicos y nietos únicos, y consolidando una pandilla de jóvenes triunfadores junto con algunos compañeros del trabajo y de la Facultad.
    
    Éramos jóvenes, éramos guapos, y gozábamos de una posición acomodada y la promesa de un futuro brillante. Todo estaba bien.
    
    Así que, casi sin darnos cuenta, me encontré con treinta y dos, hecha una reina, vestida de blanco y ante el altar en compañía de Carmelo, mi papá, y Rocío, su mamá -viuditos ambos-, que se ofrecieron a financiar una fiesta de muchísimo respeto con que impresionar a familiares y amigos y dejar bien claro ante el mundo la excelente posición de que gozaban, y el orgullo que les causaban sus niños.
    
    La boda fue el sueño de cualquier familia burguesa de la época: muchísimas flores, vestidos elegantísimos, cientos de invitados -muchos ...
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