Tren de medianoche
Fecha: 23/05/2022,
Categorías:
Erotismo y Amor
Autor: Anónimo, Fuente: RelatosEróticos
Podría decirse que las torturas son el arma más efectiva de las dictaduras. Siempre las consideré como el medio perfecto para el objetivo final de estos regímenes: el miedo. En aquella época, mirabas a las personas y solo veías miedo. Nadie quería levantar la voz, nadie quería contrariar al dictador. O temías, o terminabas en un centro de detención a merced de un torturador bajo los efectos del alcohol. La república ya no era tal, lejos quedó aquella época en la que los héroes de la democracia se abrieron paso: “República o Muerte”. Hoy solo quedan ecos tímidos en los labios grisáceos de los caídos; hoy la república es una cárcel sin barras. En esta época convulsa, aprendimos a llevar el miedo y hacerla nuestra segunda piel. Involucionamos para adaptarnos.
Fue por eso que desde joven quise seguir una senda distinta; inicié una vida consagrada con el único objetivo de alejarme de todo lo superficial y tratar de enfocarme en un rol más importante: ser la mano que consuela a la viuda que perdió a su marido, de ser la voz que ora por los desaparecidos en esas silenciosas noches de cielo negro. De tratar de demostrar que, tras este infierno que marchita la piel, hay un dios que simplemente nos está probando. La religión se había convertido en nuestro último escudo antes de ceder a la locura, en la única razón por la cual el dictador no tenía control absoluto sobre la asediada población. Y yo quería estar allí, en ese frente invisible, batallando a mi manera, uniformado ...
... solamente con una sotana y un alzacuello.
Pero los años cansan, las pérdidas pesan. A mis casi cuarenta años, los amigos desaparecidos, los niños sin padres y las lágrimas inconsolables me pesaban demasiado en el alma. Confieso que a veces, en las noches más silenciosas, cuando la guardia del dictador marchaba por las calles asuncenas con ciudadanos apresados, perdía la fe y las ganas de seguir adelante.
Era un martes de noche, casi madrugada, en la atestada estación de tren de los López de la capital. Era un secreto a voces que, quienes iban allí para subir, en realidad lo estaban haciendo para huir del país. Familias enteras se agolpaban listas para seguir la batalla desde el otro lado de la frontera, donde se gestaban planes de derrocamiento con los hermanos extranjeros.
Pero no era fácil. En la estación estaban los militares, amenazantes con sus armas, con sus miradas de lobo, recordándonos los que les espera a los “bandidos desestabilizadores”, vigilando, sospechando, sembrando miedo.
Pero mi intención al ir al otro extremo del país no era para huir; había recibido la impactante noticia de que mi hermano menor había “desaparecido” desde hacía más de un mes. Conociendo la situación, conociéndolo a él particularmente, sabía que en realidad se encontraba enterrado en algún lugar recóndito. Esa noche mi fe bajó hasta límites extremos, hasta casi desaparecer. En la parroquia dejé mi sotana –incómoda de todos modos—, y salí con un traje sobrio y oscuro, y con el alzacuello ...