Suplencia en el Convento. Mi encuentro con la superiora (I)
Fecha: 13/07/2022,
Categorías:
Hetero
Autor: Alphy Estevens, Fuente: CuentoRelatos
Llovía a cántaros en la montaña donde estaba ubicada la orden de las monjas teresianas. La parte trasera del convento, estaba compuesta por un pequeño huerto, que suministraba los vegetales a las veinticinco religiosas, además de un cobertizo-establo, con dos vacas lecheras y unas cien gallinas ponedoras. Una pequeña granjita autosuficiente que era atendida por el único hombre que tenía acceso a las instalaciones.
Mi padre, de sesenta años, atendía con esmero aquel pequeño huerto y se encargaba del ordeño y de la recolección de los huevos. Ese día, por primera vez en veinte años, me tocó hacerle la suplencia a mi enfermo viejo. Antes de salir a suplir su ausencia, me entregó una larga lista de tareas que debía cumplir cabalmente: Conectar el sistema de riego, sacar la basura, recoger los huevos, ordeñar la vaca, recoger los tomates maduros, entre otras cosas. Finalmente, antes de salir, me exigió encarecidamente que no me acercara a la vieja casona donde habitaban las monjas.
Comencé con las labores a las 5:00 am. A media mañana, el aguacero había mermado bastante y decidí salir del cobertizo de los animales y me dediqué a los quehaceres culturales de la tierra.
Tendría poco menos de una hora bajo la fastidiosa llovizna, cuando vi pasar, como a unos cuarenta metros, a una monja con una cesta cubriendo su cabeza rumbo al cobertizo. Su paso apurado la delató y voltee sin intención alguna a ver que era aquel ruido.
Ni me miró. Siguió su paso apresurado y se perdió ...
... dentro de aquel techo de zinc que resguardaba los animales. Pasaron como veinte minutos y aquella monja no daba señales de vida. Movido por la curiosidad y también para guarecerme de la lluvia que había arreciado, me fui acercando lentamente a la pared que me protegía de la visibilidad de ella, hasta alcanzar el alero del techo en donde me protegí de la abundante agua que caía de nuevo.
No quise meterme dentro del cobertizo, obedeciendo las estrictas órdenes de mi padre: A las monjas ni te les acerques, me había implorado. El ruido que producían las gotas sobre las láminas del techo, me impedían escuchar lo que pasaba al otro lado de la pared. Uno que otro bramido de las vacas, lograba llegar a mis oídos cada cierto tiempo.
Pasados algunos instantes, tal vez cinco minutos, la pertinaz lluvia bajó significativamente su magnitud. Todavía empapaba pero su ruido ensordecedor sobre el zinc, había mermado lo suficiente para percibir cierto ruido extraño al otro lado de la pared.
Escuchaba tenuemente, un quejido que inicialmente atribuí a una de las vacas. Algo raro en verdad, afiné mi oído y comprobé que el ruido y el sonido gutural que resonaba en mis tímpanos no era producto del rumiante. El sorpresivo y cada vez más audible jadeo, se asemejaba más bien al que producen las personas que sufren de problemas respiratorios. Aquello me intrigó, rodé con sumo cuidado una vieja silla, que tal vez era usada por mí papá para descansar y la coloqué en la parte más baja del alero ...