Irina, la rusa
Fecha: 28/07/2022,
Categorías:
Hetero
Autor: MirassoMauricio, Fuente: CuentoRelatos
Argentina, año 1979, provincia de Buenos Aires, en algún lugar del partido de Vicente López.
“Disculpe, señor Mamani, no se imagina cómo me tranquiliza volver a verlo. En realidad, no vine hasta aquí para querer molestarlo o para quitarle su tiempo, pero, es que…”, le dice al entonces joven adulto Mauricio, una mujer de cabello ondulado color sangre, cuyos ojos verdes oscuros estaban con los lagrimales hinchados de tanto haber llorado. Hablaba entrecortadamente, le costaba un gran esfuerzo solamente lanzar una sílaba de su boca. El nudo que tenía en la garganta se convirtió en un nudo gordiano, y le dolía mucho. Apenas podía mantenerse en pie de lo temblorosas que estaban sus piernas. No se tenía que estar perfecto de la vista o del oído, para darse cuenta de que aquella muchacha de rostro aniñado, estaba hecha una lamentación.
“No tiene idea de cómo se tranquiliza mi alma de por fin encontrarlo”, soltó la chica de nombre Irina, Irina Uvarova, antes de lanzar un sollozo lleno de pena. “Hace días que no logro dormir”, y lanza otro sollozo parecido. “Lo venía buscando por todos lados”, le dice luego, sin dejar de darle la mirada. Un mirada que le suplicada ayuda. El delgado indio la miraba con asombro absoluto y con una tristeza cada vez más molesta, no entendía y no esperaba lo que le estaba pasando, y quería entender lo que estaba pasando, habían pasado un mes y semanas desde la última vez que se vieron. “¿Pero qué le pasa señorita Irina? Acláreme las cosas, por favor ...
... se lo pido. Me está rompiendo el corazón”, le dice tratando de soñar afable con ella.
“Tengo miedo señor Mamani, por favor ayúdeme. Tengo mucho miedo, y mi padre también tiene miedo por mí”, y de ahí no pudo continuar más con su relato. Empezó a lanzar un llanto ensordecedor, que en realidad era catártico, mientras no dejaba de decir repetidamente lo aterrada que estaba. Un llanto que sólo paró paulatinamente cuando éste la abrazó, con la misma intensidad y el mismo entusiasmo, con que el padre de ésta –el viejo colorado barbudo que se parece a León Tolstoi–, lo abrazó a él una vez. El pobre amerindio estaba conmovido, el desconsuelo de una mujer siempre lo ponía melancólico. Todos sus sentidos estaban estremecidos, al igual que los de su amigo y compañero de trabajo de periodismo –el ingenuo utopista– que estaba con él, y de las ancianas vestidas con chola y los seminaristas que justo estaban ahí de paso.
Ese es, ahora que estamos volviendo a la actualidad, un recuerdo que el ahora arrugado Mamani siempre tiene presente. Lo tiene presente cuando se despierta y cuando se va a dormir, cuando come y cuando se baña, cuando escribe y cuando discute con su editor sobre el formato que deberían llevar los libros que quiere publicar. Cuando lo entrevistan y cuando habla por teléfono o se manda mensajes con su hijo biológico hablando de literatura, política y otras cosas. Cuando juega con su segunda hija adoptiva, de nombre Lesya, y cuando habla con su segunda esposa, de nombre ...