Mi sobrino es un salvaje
Fecha: 08/09/2025,
Categorías:
Incesto
Autor: Princesa cruel, Fuente: TodoRelatos
... desgraciado me lo contó después de que, a regañadientes, aceptara tener al chico en casa. Obvio, lo castigué sin sexo esa noche. Igual estaba contento, porque sabía que me había convencido de algo de lo que normalmente no me convencería. Era un buen tipo, pero también era algo manipulador. Y siempre usaba su pose de cachorro herido para que las cosas le salieran como quería.
El sábado a la tarde sonó el timbre y ahí estaba Enzo.
Transpirado, con la remera pegada al cuerpo como segunda piel, un bolso cruzado al hombro y una sonrisa medio descarada. Era alto. Muy alto. Yo, con mi metro cincuenta y cinco, lo vi como si estuviera frente a un poste de luz. Calculo que metro noventa, fácil. Era como una muralla humana.
Morocho, de piel tostada y curtida, con marcas del sol que parecían contar su historia. Rasgos duros, serios. Pero cuando me vio salir, sonrió. Y fue como si todo su rostro cambiara, iluminándose.
—Hola, tía —me dijo.
¿Tía? Me sorprendió que me llamara así, pero bueno… técnicamente, algo de eso había. Aunque ese título me sonó casi grotesco al imaginar que ahora iba a cumplir un rol más parecido al de una madrastra improvisada. Una locura.
Abrí el portón, lo saludé con una sonrisa educada. Él puso su mano en mi cintura, una mano dura, áspera, de trabajador. Apretó apenas, pero fue suficiente para que me recorriera una chispa rara por el cuerpo. Sentí su olor a sudor mezclado con algo indefinible, intenso, y cuando lo miré de cerca me di cuenta: ...
... tenía los ojos verdes.
—Vení —le dije, señalando la entrada.
Fabricio nos esperaba en el umbral. Se saludaron con un abrazo torpe, hablaron un rato. Yo me quedé ahí, mirándolos, como si la escena no tuviera nada que ver conmigo.
De entrada, me pareció un poco bruto, casi desagradable… si no fuera por esos ojos y por esos músculos tensos que parecían estar a punto de reventar la tela de la remera.
Entramos a la casa. Hicimos un mini tour: la sala, la cocina, el patio. Cuando vio la pileta llena, su cara se iluminó como la de un niño. Sentí ganas de decirle “tranquilo, Tarzán, no es para tanto”.
Había algo en él que me incomodaba. Una especie de actitud descarada, confianzuda. No era una falta de respeto abierta, pero se notaba en cómo se paraba, en cómo me miraba. Y no era precisamente la mirada de un sobrino a su tía.
Yo llevaba un vestido floreado, ajustado a la cintura, con el pelo recogido en un rodete bajo y los labios pintados de un rojo intenso. Siempre me gustó vestirme para llamar la atención. No estoy de acuerdo con eso de vestirse diferente según el contexto, porque me parece una hipocresía. El vestido me marcaba el trasero, y sé que desde algunos ángulos mi tanga quedaba dibujada en la tela. Tampoco llevaba corpiño. Me gustaba decirme a mí misma que nadie tenía por qué mirarme, pero ahora que Enzo desviaba los ojos hacia los pezones que se marcaban en la tela, me arrepentía de no haberme puesto un corpiño.
Ahora que lo conocía, que veía sus gestos, ...