Desbordada: Confesiones de una sesentona indomable - Relatos Eróticos

Desbordada: Confesiones de una sesentona indomable

... televisor y me mira directamente. No recuerdo la última vez que tuvo este gesto.

—Como yo te miraba cuando nos conocimos —dice finalmente, con una mezcla de nostalgia y algo que podría ser... ¿arrepentimiento?—. Como si fueras la única mujer del mundo.

El comentario me deja sin palabras. No porque sea particularmente poético (Quique nunca ha sido un hombre de grandes frases), sino porque revela una consciencia que creía extinguida en él. La consciencia de lo que fuimos y ya no somos.

—Eso fue hace mucho tiempo, Quique —respondo suavemente, sin animosidad.

—Lo sé. —Suspira y vuelve a encender la televisión, pero con el volumen más bajo—. Lo sé.

Este pequeño momento de conexión, frágil como una telaraña, me conmueve más de lo que esperaba. No cambia nada, por supuesto. Los años de distanciamiento no se reparan con una frase. Pero me recuerda que bajo el caparazón de indiferencia, queda algo del hombre que una vez amé.

En mi habitación, me invade una inquietud placentera. Me siento como una colegiala antes de su primera cita. Las manos me tiemblan ligeramente mientras busco en el fondo del cajón un número de teléfono que Ximo me dio hace semanas, cuando coincidimos en el ascensor y me ofreció arreglar mi viejo reloj de pulsera.

Lo sostengo como si fuera un talismán. Una puerta hacia algo nuevo, hacia esa Pepa que abandoné hace décadas por ser madre, esposa, profesora. La Pepa que soñaba, que deseaba, que se atrevía.

Mi dedo se detiene sobre la ...

... pantalla del móvil. ¿Estoy realmente contemplando esto? ¿A mi edad? La vocecita de la conciencia (que sospechosamente se parece a mi madre) me susurra todas las razones por las que debería guardar el papel y olvidarme de esta locura.

Pero hay otra voz, más profunda, más auténtica. La voz de la mujer que sigue viva dentro de mí a pesar de todo. Y esa voz dice: "¿Y por qué no?"

Marco el número antes de que el miedo pueda detenerme.

Un tono. Dos tonos. Tres...

—¿Diga? —La voz de Ximo suena diferente por teléfono. Más íntima.

—Soy Pepa —digo, y me sorprende la firmeza de mi voz—. Sobre ese café que mencionaste...

Hay un silencio al otro lado de la línea, tan breve que casi podría haberlo imaginado. Luego, su voz, con un matiz más cálido:

—Pepa. Me alegra que llamaras.

Otra pausa. Esta vez soy yo quien guarda silencio, súbitamente consciente de la magnitud de este pequeño acto de rebeldía. ¿Cuándo fue la última vez que llamé a un hombre que no fuera mi médico o el fontanero?

—¿Sigue en pie lo del café? —pregunto, encontrando de nuevo mi voz.

—Por supuesto. —Puedo escuchar su sonrisa a través del teléfono—. ¿Mañana te vendría bien? Conozco un lugar cerca del Mercado Central. Tienen un café colombiano que es una experiencia religiosa.

—¿A las once? —sugiero, pensando en mis clases de pilates.

—A las once será perfecto.

Después de colgar, me quedo mirando el teléfono como si fuera un objeto extraño, recién caído de otro planeta. ¿Acabo realmente de ...