Desbordada: Confesiones de una sesentona indomable - Relatos Eróticos

Desbordada: Confesiones de una sesentona indomable

... estudiantes.

Ximo suelta una carcajada que ilumina todo su rostro.

—Lo que me fascina —dice, bajando la voz como si compartiera un secreto—, es cómo McFadden te hace sentir incómodo por simpatizar con personas que hacen cosas terribles. Es casi... liberador.

—Liberador —repito, saboreando la palabra—. Sí, exactamente. Como admitir que todos tenemos zonas oscuras que normalmente mantenemos bien ocultas.

Nuestras miradas se encuentran por un instante, y siento que hemos trascendido la simple charla sobre libros populares. Hay algo íntimo en reconocer que nos atraen las mismas sombras, las mismas complejidades morales.

Pedimos dosbombones del tiempo (en Valenciabombón es café con leche condensada ydel tiempo con un vaso aparte con dos hielos) y la conversación fluye con una naturalidad que no recordaba haber experimentado en años. Hablamos de libros, de música, de Valencia y cómo ha cambiado en las últimas décadas.

—¿Echas de menos dar clases? —pregunta en un momento dado.

La pregunta me toma por sorpresa. Pocas personas se interesan por lo que significó para mí dejar las aulas.

—Cada día —admito—. No tanto el sistema educativo, que tiene sus frustraciones, sino el momento en que ves que un alumno realmente conecta con un poema, con una idea. Ese instante en que sus ojos se iluminan... —Me detengo, consciente de que me estoy dejando llevar—. Lo siento, cuando empiezo a hablar de literatura...

—No te disculpes —me interrumpe—. Es fascinante verte ...

... hablar de algo que te apasiona. Tus ojos también se iluminan.

Su observación, tan personal, tan atenta, me desarma. No estoy acostumbrada a ser vista de esta manera.

—¿Y tú? —pregunto, para desviar la atención de mí—. ¿Siempre quisiste ser relojero?

Una sombra cruza brevemente su rostro.

—En realidad, no. Estudié Arquitectura. Trabajé en un estudio importante durante años.

—¿Qué te hizo cambiar?

Ximo juega con la cucharilla de su café antes de responder.

—Mi abuelo era relojero. Cuando enfermó, comencé a ayudarle en el taller. Descubrí que mientras diseñaba edificios pasaba el día pensando en relojes. —Hace una pausa—. Y luego vino el divorcio. Fue... complicado. Mi ex-mujer era mi socia en el estudio. Cuando terminamos, necesitaba algo completamente diferente.

—Entiendo —digo, y realmente lo entiendo. La necesidad de reinventarse, de encontrar un nuevo propósito—. Debió ser difícil.

—Lo fue. —Sonríe, pero hay algo melancólico en su expresión—. Pero también liberador. Como empezar de cero. Aunque a veces la soledad...

No termina la frase, pero no hace falta. Reconozco esa soledad de la que habla, aunque en mi caso esté acompañada.

El café se alarga más de lo previsto. Dos horas que pasan en un suspiro. Cuando finalmente salimos a la calle, el sol de mediodía baña Valencia en una luz dorada que parece un guiño cómplice.

—Ha sido un placer, Pepa —dice mientras caminamos sin rumbo definido—. Deberíamos repetirlo.

—Me gustaría —respondo con ...